A mayor abundamiento de mi última publicación "Efecto COVID-19 en Perú al 13 de Junio del 2020", replico una interesante descripción sobre el particular que bajo el título "El virus exhibe las debilidades de la historia de éxito de
Perú" escrito por Mitra Taj y Anatoly Kurmanaev, el New York Times hace una referencia a una profunda desigualdad y corrupción que frustraron las medidas
que el país tomó al preparar la respuesta ante la pandemia del COVID-19 en los siguientes términos :
"El presidente Martín Vizcarra siguió los
mejores consejos cuando el coronavirus llegó a Perú. Ordenó uno de los primeros y más estrictos confinamientos de
América Latina y lanzó uno de los mayores paquetes de ayuda económica para
facilitar a los ciudadanos que se quedaran en casa. Compartió detallados datos
de salud con el público, se apresuró a agregar camas y ventiladores a los
hospitales y aumentó el número de pruebas.
Con robustas arcas públicas y niveles récord de aprobación,
el gobierno centrista de Vizcarra parecía estar bien preparado para enfrentar
la pandemia.
Sin embargo, en vez de ser aplaudido como modelo, Perú se ha
convertido en uno de los epicentros más críticos del coronavirus en el mundo:
sus hospitales están abrumados y la gente huye de las ciudades. La crisis ha
estropeado el barniz de progreso económico de Perú, y expuso la desigualdad y
la corrupción fuertemente arraigadas que han obstaculizado la respuesta a la
pandemia.
“Nos pidieron todos quedarnos en casa, pero hay muchas
personas que no tienen ahorros, y eso ha sido imposible. Nos pidieron lavarnos
las manos, pero solo uno de cada tres hogares pobres tiene acceso a una red de
agua potable”, dijo Hugo Ñopo, investigador en el grupo de análisis Grade. Solo
la mitad de los hogares peruanos tiene refrigeradoras, agregó, lo cual obliga a
muchas familias a volver a diario a los mercados abarrotados, una importante
fuente de contagio.
La tragedia de Perú se desarrolla en medio de una explosión
más amplia del virus en América Latina, que de un remanso pasó a ser un
epicentro de la pandemia en los dos últimos meses. Cerca de 1,5 millones de
personas han dado positivo en la región y los expertos dicen que el número real
de infecciones es mucho mayor.
Las cifras siguen aumentando de manera pronunciada y lo peor
parece estar lejos de terminar. Con el invierno a punto de llegar en la parte
sur de la región y la temporada de huracanes en el norte, la Organización
Mundial de la Salud advirtió esta semana que las condiciones climáticas
adversas podrían llevar a un nuevo aumento de las infecciones y entorpecer la
respuesta a la pandemia.
Perú tiene alrededor de 6000 muertes confirmadas
de la COVID-19 y más de 200.000 infecciones, y los expertos dicen que las
cifras se quedan cortas al reflejar la verdadera dimensión de la tragedia. En
mayo, la tasa de mortalidad en Perú —por todas las causas— fue el doble que el promedio de los últimos años, según los
datos recopilados por The New York Times, lo que sugiere un número de muertes
por coronavirus de dos a tres veces la cifra confirmada por laboratorio. Muchos
pacientes con síntomas fallecen sin que se les haga una prueba.
La ferocidad del brote de la enfermedad en Perú rivaliza con
la del vecino Brasil, donde el presidente Jair Bolsonaro —a diferencia de
Vizcarra— ha ignorado en gran medida los consejos de los especialistas y se ha
rehusado a tomar medidas para controlar el contagio.
“Los resultados no han sido los que exactamente
esperábamos”, dijo Vizcarra el mes pasado. “Esta no es solamente una crisis de
salud, es una crisis social y económica sin precedentes”.
Antes de la pandemia, las cosas estaban mejorando para
Eduardo José Domínguez, de 29 años, quien administraba una tienda de sándwiches
en las afueras de Lima, la capital de Perú. Pero cuando la tienda se cerró por
el confinamiento, él tomó trabajos ocasionales como carpintero o vigilante
nocturno para pagar las cuentas, y trabajó unas 15 horas al día hasta que se
puso tan enfermo con los síntomas de la COVID-19 que apenas podía caminar.
“Solo quería dar sustento a su familia”, dijo su esposa, Ana
Ponte.
Durante días, dijo, solicitó ayuda médica mientras su esposo
se iba quedando sin aliento por falta de aire, pero le dijeron que los
hospitales no estaban admitiendo nuevos pacientes. El día que murió, ella
intentó en vano reanimarlo, mientras esperaba una ambulancia que llegó
demasiado tarde.
El rápido descenso de Perú —de historia de éxito a calamidad
regional— ha desanimado a sus 32 millones de habitantes y provocado un examen
de conciencia nacional.
Años de fuerte crecimiento económico impulsado por las
exportaciones mineras y agrícolas, así como por políticas financieras
prudentes, habían convertido al país en una rara estrella en el horizonte de
estancamiento latinoamericano. Bajo una serie de presidentes proempresariales,
millones de peruanos escaparon de la pobreza en este siglo, lo que les permitió
enviar a sus hijos a escuelas privadas, instalar agua potable o iniciar
pequeños negocios.
Pero el confinamiento ha expuesto la fragilidad del progreso
económico de Perú, dijo Pablo Lavado, economista de la Universidad del Pacífico
en Lima. Dos décadas de crecimiento económico elevaron muchos ingresos pero no
abordaron la profunda desigualdad y trajeron pocos empleos estables y poca
inversión en atención médica, lo que redujo la efectividad de las medidas
contra la pandemia del presidente Vizcarra.
Lavado dijo que muchos peruanos se encuentran en la misma
situación que Domínguez: obligados a correr el riesgo de contraer el
coronavirus en lugar de quedarse en casa y caer en la pobreza y el hambre.
“En Perú nos congratulábamos por empezar a ser un país de
clase media”, dijo. “Pero resulta que es una clase media muy vulnerable, muy
frágil”.
Otro obstáculo ha sido la corrupción arraigada que Vizcarra
prometió enfrentar cuando asumió el cargo hace dos años. Tres ex presidentes de
Perú han estado en la cárcel en relación con una investigación en curso sobre
sobornos, al igual que la líder de la oposición. Otro ex presidente se suicidó
el año pasado para evitar ser arrestado y otro más está encarcelado después de
múltiples condenas por violaciones a los derechos humanos, malversación de
fondos y abusos de poder.
Los fiscales anticorrupción han abierto más de 500
investigaciones desde que comenzó el confinamiento, el 16 de marzo, y a menudo
investigan informes sobre funcionarios que se embolsaron dinero destinado a
ayuda alimentaria o equipos de protección personal. Más de veinte casos tienen
que ver con la policía o las fuerzas armadas.
Los programas de ayuda no han llegado a muchas de las
personas que los necesitan. Sin trabajo y temerosos del virus en las ciudades
abarrotadas, decenas de miles de peruanos han regresado a sus pueblos de
origen, muchos de ellos a pie. Algunas personas han empezado a mendigar de
puerta en puerta.
Entre los más vulnerables está el casi millón de migrantes
venezolanos que desde 2016 habían llegado en masa a Perú desde su devastada
tierra natal en busca de mejores condiciones de vida. No son candidatos para
recibir los estipendios del gobierno y carecen de redes familiares cercanas en
las cuales apoyarse, por lo que miles de ellos han emprendido el arduo viaje a
pie de regreso a Venezuela.
Domínguez, quien llegó a Perú hace dos años, estaba entre
los venezolanos que se quedaron.
Había ganado lo suficiente como para que él y Ponte tuvieran
un segundo hijo el otoño pasado, una decisión que habían pospuesto durante años.
Este año planeaba visitar Venezuela con sus primos, ansioso por presentarles a
su hijo recién nacido.
Cuando una ambulancia llegó a su casa, minutos después de su
muerte, los médicos le dijeron a Ponte que no disponían de pruebas para
confirmar si tenía coronavirus; su esposo sería uno más entre las legiones de
posibles víctimas no incluidas en el recuento oficial. Y dijeron que no tenían
dónde almacenar su cuerpo.
“La ayuda no llegó. La ayuda no llegó. Yo lloraba a gritos y
nadie vino”, dijo Ponte, mientras lloraba y el cuerpo de su esposo yacía en una
bolsa afuera de la habitación donde estaba sentada en una cama con su hijo de
diez años y su bebé de ocho meses".