Hace cuatro años atrás, en "Silencio del discurso antiminero frente a una minería ilegal", afirmábamos entonces que el discurso
antiminero en el país soslaya este tema crónico en el Perú, pese a que sus
efectos se van agudizando en los últimos años, de modo tal, que por la magnitud
alcanzada no es posible ya seguir ocultando lo evidente: inexistencia de la
autoridad y la consecuente inaplicación regulatoria. Una suerte de Wild Far
West americano de las películas hollywoodenses. La minería aurífera aluvial de
Madre de Dios se constituye en el icono de esta actividad que empezó a captar
una flujo cada vez más grande de migrantes alentados por la fiebre del oro.
Actualmente, este hecho ya trasciende las fronteras del territorio nacional y es de la siguiente manera como la observa El país :
"Desde el aire
luce como un paisaje apocalíptico. Es como si hubiesen bombardeado la selva y
los proyectiles hubiesen arrancado los árboles y dejado cráteres llenos de agua
y barro. Cientos de hectáreas de paisaje lunar robadas al manto del Amazonas
peruano para extirparle su tesoro más íntimo: el oro. Sobrevolamos la llamada
“La Pampa”, el epicentro de la minería ilegal en la región de Madre de Dios, y
la visión sobrecoge. Sobre todo cuando se piensa que ese trozo de selva muerta
es parte del escudo protector de la reserva nacional de Tambopata.
A ras de suelo,
con nuestras botas embarradas por el fango de los cráteres, la imagen pierde
perspectiva y gana aún más contundencia. Hemos llegado hasta aquí por una pista
de arena abierta en medio de la selva, a lomos de un mototaxi, después de
varias horas de negociaciones. Este es un territorio clandestino, nada de lo
que sucede aquí debería suceder. Así que los testigos no son bienvenidos. Ni
siquiera venir de la mano de hombres que tienen intereses en La Pampa te libra
de unas miradas que parecen decir: “¿Sois policías?”
Sobre un fondo de
árboles muertos, dentro de uno de los agujeros, tres hombres se sumergen hasta
el cuello en un agua de color ocre en la que flotan desperdicios de comida,
latas de refrescos y ramas secas. Dos de ellos nadan hasta subirse en una
plataforma que parece una mezcla de balsa de náufrago, tobogán artesanal y
bomba de agua. Una especie de draga con la que succionan la arena del fondo del
cráter para precipitarla por el tobogán, donde una alfombra atrapa las
partículas de oro disueltas en la arena. Es una imagen que parece sacada de
otra época, no de su versión 2.0.
Los caprichos de
la geología han convertido las llanuras selváticas de Madre de Dios en un
enorme depósito de oro en polvo. Las lluvias lo arrastran con fuerza desde las
cumbres de los Andes, que descienden desde los 4.000 metros de altura hasta los
200 en unos pocos kilómetros. Y en Madre de Dios esos ríos se ralentizan y
alteran constantemente su curso. El oro acaba depositado en los dos lugares
ecológicamente más vulnerables: los ríos y los humedales que una vez fueron
cauce de río, como La Pampa. El problema de ese oro es que está en polvo y para
amalgamarlo hay que usar sustancias tan peligrosas como el mercurio que
terminan contaminando los ríos. Su importación está controlada en Perú, pero
todos los años llegan varios miles de kilos al país que acaban en manos de
mineros ilegales. Un alto porcentaje de ese mercurio procede, según todos
cuentan en la zona, de España. Un estudio de la Universidad de Stanford, muy
discutido por el sector minero, mostró que el 75% de las personas analizadas en
Madre de Dios mostraban niveles de mercurio por encima del máximo permitido y
que el 60% del pescado tiene altos niveles de contaminación por esa sustancia.
En los humedales
como La Pampa, el problema ecológico es aún mayor, porque para llegar al oro
hay que arrancar el bosque y remover la capa de tierra que se conoce como
greda. “Es como una arena de playa, suave. En cada metro cúbico de greda hay
0,35 gramos de oro”, dice Daniel Urresti, alto comisionado para la lucha contra
la minería ilegal. Vamos, que hay que mover mucha selva y mucha tierra, pero
los precios actuales del oro lo compensan con creces.
“En términos
ambientales hay un impacto bastante significativo. Estamos hablando de 40.000 a
50.000 hectáreas desforestadas. Lugares donde antes había bosques primarios,
secundarios. Una riqueza en biodiversidad única en el mundo. Contaminación del
aire, del suelo y del agua por mercurio”, dice Humberto Cordero, coordinador
del equipo del Ministerio de Ambiente en Madre de Dios.
Al lado de la
draga que flota en el cráter, otro minero en calzoncillos remueve con la pierna
el agua de un barril. Contiene el barro salido de las alfombras del tobogán.
Mientras el agua se agita, añade gotas de mercurio puro. Después de un rato,
vacía el agua en el cráter y vuelve a remover. Repite el proceso varias veces,
hasta que queda muy poca agua. Del fondo aparece un mercurio más espeso, que ha
atrapado todas las partículas de oro disueltas en el barro. Lo vierte en un
trapo y lo seca. Dentro queda una bolita metálica. “Esto ya es el oro. Está
recubierto de mercurio, pero en cuanto lo quememos, el mercurio se evaporará y
saldrá el oro con su color dorado”, dice Michel Franco, uno de los mineros. Son
unos diez gramos de oro bruto, unos 260 euros al cambio. Tres cuartas partes se
las quedará el patrón, que pone la maquinaria, el combustible, la gasolina. Los
mineros se reparten el resto.
Al final le queda
a cada uno 30 euros. Es casi cuatro veces más de lo se paga en Cuzco y los
Andes, de donde provienen casi todos ellos, por un jornal que además escasea.
Desde la cordillera salieron, como muchas otras generaciones antes que ellos,
buscando el sueño del oro amazónico, de una vida un poco mejor. Lo que se
encontraron fue un trabajo duro, turnos de entre 12 y 15 horas metidos en el
barro y en el agua, pero a ellos no parece importarles. “No es tan malo como se
cree”, dice Michel.
La nueva fiebre
del oro que sacude la Amazonía proviene del Primer Mundo. A principios de la
década de 2000, el precio del oro era tan bajo que en Madre de Dios fueron
muchos los que abandonaron la minería. Pero la crisis financiera internacional
aumentó el apetito de los mercados por un valor refugio como el oro. Y el
gramo, que costaba 10 euros, subió a 26. La llamada del metal dorado se hizo
sentir en todo Perú, que es el sexto productor mundial. Todas las provincias
productoras recibieron mareas de inmigrantes en busca de trabajo y de gente sin
escrúpulos para sacar tajada. Las selvas de Madre de Dios no fueron una
excepción. De hecho, para muchos resultaron más atractivas porque se trataba de
un territorio de frontera, con poco control del Estado, donde se encontraron
con una minería artesanal sin regular que daba la bienvenida a los aventureros.
Los que pudieron encontraron trabajo en las explotaciones legalizadas. Los más
necesitados y los más codiciosos se echaron al monte para explotar lugares como
La Pampa.
El sueño de un
mañana mejor que comparten Michel y sus compañeros no admite detenerse en
consideraciones ecológicas ni de contaminación, y menos las que puedan venir de
unos gringos o de unas ONG que, según la opinión generalizada por aquí, “se
preocupan mucho de los árboles y de los ríos, pero nada por gente como
nosotros”. “La selva es muy grande y nosotros estamos utilizando solo una parte
muy pequeña. Lo hacemos por necesidad, no por gusto. Y lo que dicen del
mercurio, que pone enferma a la gente, no es verdad. Yo he trabajado toda la
vida con mercurio y estoy perfectamente. Aquí lo único que quieren es que nos
vayamos nosotros para que entre alguna multinacional extranjera a explotar
esto. Este es un oro peruano y debería dar de comer a los peruanos”, dice uno
de los compañeros de Michel.
La existencia de
un territorio al margen de la ley como La Pampa no es un secreto para nadie,
pero ha adquirido tales dimensiones que la policía tiene que pensarse dos veces
cómo, cuándo y con cuántos efectivos entra aquí. Uno de los últimos operativos
terminó en enfrentamientos y disturbios. “Cuando viene la policía hay que
esconderlo todo, hundir los motores en el agua para que no los dinamiten y
escapar. Vienen por tierra, por aire, es como si esto fuera una guerra, y
nosotros, terroristas”, dice Michel. Uno de sus compañeros se queja de su
suerte: “Yo era dueño de un motor, pero la policía me lo reventó y ahora tengo
que trabajar como obrero para pagar al banco el crédito que me dio. Tengo 21
años y dos hijos. Vivo metido en la selva. Mi mujer viene a verme los fines de
semana”.
A la zona en la
que estamos la llaman Mega 11, y aquí ya quedan pocos mineros y poco oro. Más
adentro en la selva están Mega 12 y Mega 13, los epicentros de la extracción
ilegal, unos campamentos donde, según a quién le preguntes, viven cientos o
miles de mineros. Una pequeña ciudad de plástico y madera. Pero hasta allí no
nos quieren dejar pasar. “Nosotros les llevaríamos, pero lo más probable es que
les linchen. Ahora mismo la gente está muy nerviosa porque hay rumores de que la
policía va a entrar”, nos dicen nuestros anfitriones. Quizá por la inminencia
de los operativos, impera en La Pampa una sensación de ultimátum. Se trabaja 24
horas al día, todos los días, una carrera contrarreloj. Extraer lo que se pueda
mientras se pueda.
“Si nos sacan de
aquí, no sé qué vamos a hacer. No hay trabajo. Yo conozco algunas personas que
eran rateros, incluso criminales. Aquí se pueden ganar la vida, tener un
empleo. Si los sacan, se volverán a la delincuencia”, se lamenta otro de los
mineros.
Si eso ocurre, no
será la primera vez. La Pampa ha vivido ya varias redadas. La ley peruana no
prevé penas de cárcel para este tipo de actividades, pero sí multas y la
destrucción de todas las instalaciones dedicadas a la extracción. Como es
maquinaria pesada y resulta muy difícil sacarla de la selva, los agentes la
dinamitan. Algunas intervenciones han destruido unos pocos motores, otras han
supuesto desalojos masivos. “El problema es que la ganancia que ellos tienen es
tan alta que las máquinas que nosotros destruimos se reponen. Para que sean
efectivas, las operaciones tienen que ser continuas. En lugares donde ha habido
una fiebre del oro, solo ha acabado de dos formas: una, porque se acabó el
mineral, que no parece que vaya a suceder aquí, y dos, porque dejó de ser
rentable. Nosotros apostamos a eso, a restringir el tráfico de combustible que
en Madre de Dios es 15 veces superior al habitual y controlar el comercio de
mercurio. Con todas estas medidas estamos aumentando el costo para que no sea
tan rentable”, dice Urresti.
Pero los mineros
siempre vuelven. No importa el riesgo, ni el dinero perdido en forma de
maquinaria dinamitada. Tampoco importan los sobornos que haya que pagar. El
poder corruptor del oro y el bajo sueldo de los policías se alían en este
territorio sin Estado para que muchos de los operativos policiales contra esa
minería ilegal acaben en nada. Por la zona circulan hasta unas tarifas de
sobornos: tanto por evitar que dinamiten el motor, tanto por elegir que
dinamiten un motor viejo en lugar del nuevo. Mucho más disciplinada y efectiva
es la Marina de Guerra, que se ocupa de dinamitar todas las dragas que hay en
los ríos. Por eso la mayor parte de las explotaciones hoy día están tierra
adentro.
“Es cierto, entre
las filas tenemos agentes corruptos. Estamos mejorando mucho en eso,
deshaciéndonos de las manzanas podridas, pero aún nos queda mucho porque el orotiene un gran poder de corrupción. Cuando llegué aquí, no podías hacer un
operativo sin que los mineros supieran por adelantado qué iba a ocurrir. Por
eso he optado por no convocar a mis hombres hasta el último momento, a una hora
en la que no puedan avisar a nadie. Muchas veces salimos de la comisaría sin
que sepan exactamente adónde van. Pero se acaban enterando, porque tienen gente
esperando a ver si salen nuestros vehículos”, afirma el coronel Darío Calvo,
jefe de la policía en Puerto Maldonado. El coronel nos ha invitado a presenciar
un operativo que tendrá lugar dentro de unos días y sobre cuyos detalles nos ha
pedido que mantengamos el máximo secreto.
Hasta los
alrededores del cráter donde están trabajando los mineros se acerca una mujer.
Es la patrona, la dueña de la maquinaria, que viene a llevarse su parte y a
traer lo necesario para que el siguiente turno de mineros pueda hacer su
trabajo. Ese oro lo llevará luego a alguna de las decenas de establecimientos
de compraventa que hay cerca de La Pampa o en Puerto Maldonado, la capital de
Madre de Dios. El comprador no hace preguntas sobre su procedencia. Así, el oro
ilegal termina confundido con el legal y llega a los mercados internacionales.
Mientras salimos
de la zona, el teléfono de uno de los mineros ilegales pita anunciando la
llegada de un mensaje. Su dueño lo lee y sonríe, mientras alarga el aparato
para que leamos el mensaje. “La policía va a hacer un operativo en esta zona
dentro de tres días, deberían ustedes venir a verlo para su reportaje”, dice.
En el mensaje se puede leer el día, la hora y el lugar del operativo de alto
secreto que nos había anunciado el coronel.
A La Pampa se
llega después de conducir unos cien kilómetros desde Puerto Maldonado siguiendo
la Ruta Interoceánica. Para acceder a su interior, hay que pasar por una
especie de campamento, un poblado móvil surgido de la nada donde residen muchos
de los mineros y toda una población que vive de darles de comer, hospedarlos…
El lugar parece un campo de refugiados extendido a lo largo de varios
kilómetros a los dos costados de la carretera. Ni siquiera tiene nombre. La
gente se refiere a él por sus puntos kilométricos: la entrada del 103, la
tienda del 104. Todo en él parece provisional, construido para ser abandonado
sin mirar atrás, pero con los detalles coquetos de quien llega aquí buscando un
sueño. Una pequeña ciudad hecha de palos de madera y lonas de plástico. Hay de
todo: hoteles, restaurantes, talleres donde arreglar motores, bares que se
esfuerzan por no parecer prostíbulos.
La Pampa es un
imán para la prostitución. La llamada del oro en manos de unos jóvenes que no
tienen otra distracción atrae a las mafias de la trata de blancas. Algunas de
las chicas vienen voluntariamente. Muchas, quizá la mayoría, son traídas con la
promesa de un trabajo como cocineras o camareras y obligadas a prostituirse en
un régimen de semiexclavitud. La mayoría de los operativos policiales
encuentran menores entre las prostitutas.
La Ruta
Interoceánica sobre la que se asienta el campamento separa las dos realidades
de la minería del oro en Madre de Dios. Al sur queda la minería ilegal y
algunas pequeñas explotaciones cooperativas. Al norte está el llamado “corredor
minero”, la zona habilitada para la extracción en la que se aglutina la minería
informal. La diferencia entre informal e ilegal, aunque parezca sutil en ellenguaje, alumbra dos realidades sociales totalmente diferentes. La minería
ilegal carece de todo tipo de permisos y se desarrolla en zonas prohibidas. La
informal es la que se hace en lugares permitidos, pero solo cumple algunos de
los requisitos establecidos por la ley. La mayoría de los más de 40.000 mineros
informales cuentan con títulos de concesión otorgados por el Estado; muchos
aseguran que pagan impuestos, y los hay que llevan dos décadas practicando la
minería.
Juntas, la
minería informal y la ilegal suponen el 20% de la producción de oro de Perú y
ocupan a 170.000 personas. La diferencia entre una y otra está clara sobre el
papel, pero a qué lado de la línea cae uno u otro minero depende de a quién se
le pregunte. Demasiadas veces, desde demasiados sectores, incluida la prensa,
se han presentado ambas como una misma cosa, sin ningún matiz. “Nos han
satanizado, nos han convertido en terroristas”, dice Alex Condori, secretario de
Fedemin, la patronal que agrupa a los mineros informales.
“Desde el punto
de vista de un abogado, todos serían ilegales, porque no tienen permiso de
explotación, no están pagando impuestos, están fuera de la ley. Desde el punto
de vista político, tenemos que hacer una diferencia entre quiénes se pueden
formalizar y los que no. La minería ilegal debemos erradicarla, y la minería
informal, formalizarla, porque al formalizarla podemos fiscalizarla y podemos
exigirle que trabajen con ciertas técnicas que no contaminen”, dice Urresti. El
Alto Comisionado, un militar retirado, es el hombre designado por el presidente
Ollanta Humala para atajar el problema de la minería ilegal antes de que el año
que viene Lima albergue la Conferencia Mundial sobre el Clima. Para los
mineros, Urresti es la encarnación de la traición de Humala hacia un sector que
le votó en masa por la promesa de que los formalizaría. Una apuesta, dicen
ellos, por la dinamita en lugar del diálogo.
Desde el aire, el
corredor minero no se ve muy diferente a La Pampa. Sigue siendo un enorme
páramo arrebatado a la selva con cráteres llenos de agua y árboles muertos. Se
observa, eso sí, un uso del terreno un poco más ordenado, menos precario, fruto
del uso de maquinaria pesada en algunas de las explotaciones. A ras de suelo es
un terreno de gente combativa que se siente engañada por el Estado, atrapada en
un proceso de formalización que nunca llega a buen puerto y que, para colmo,
tiene una fecha de caducidad. En teoría, se acaba el próximo 19 de abril.
Quienes no se hayan formalizado para entonces entrarán en la ilegalidad. “¿Cómo
puede ser que a hoy día, después de años de papeles, no haya habido ni un solo
minero que haya conseguido la formalización en todo Madre de Dios?”, se
pregunta Alex Condori. “Tenemos títulos dados por el Estado, pagamos nuestros
impuestos, hemos hecho nuestros estudios de impacto ambiental, nuestros planes
de remedio. Cuando haces un papel que te ha costado una buena plata, vienen y
te piden otro diferente. Y mientras, te dinamitan tu maquinaria. Lo cierto es
que no quieren formalizarnos. Para la Hankoil, la petrolera americana, todos
son facilidades para que busque petróleo en lugares mucho más delicados que los
que nosotros ocupamos. Para nosotros, dinamita. No hay caso”, añade.
En el corredor
minero hay de todo. Gente más cercana a la legalidad y otros que han dado el
proceso por imposible y sacan lo que pueden mientras llega el 19 de abril. Uno
puede encontrar mineros que trabajan en lugares prohibidos como los lechos de
los ríos y otros que, por propia conciencia o porque sienten el aliento del
Estado en la nuca, han comenzado a aplicar ellos mismos planes de remediación
ambiental. Casi todos utilizan ya sistemas como la “retorta” para reciclar el
mercurio al separarlo del oro y evitar así tanta contaminación. Hay
experiencias piloto que tapan los agujeros cuando termina la extracción y los
cubren con tierra vegetal para poder utilizarla en la agricultura, o
simplemente para que la selva vuelva a recuperar lo que es suyo. “Habría más
planes de estos si el Estado nos echara una mano en lugar de perseguirnos.
Somos gente sencilla, admitimos que hay que tomar medidas por el medio ambiente
y que no sabemos, pedimos la ayuda del Estado para que podamos explotar de una manera
más sostenible, pero el Estado no quiere saber nada de eso. Solo quieren
volarnos nuestras máquinas”, dice Condori.
El proceso de
formalización ha sido, según coinciden casi todos los implicados, un caos. Para
empezar, el Estado peruano otorgó hace años licencias de explotación sobre la
tierra de Madre de Dios en un afán de colonizar un territorio que era poco más
que selva virgen. Pero cada ministerio hizo lo que quiso. El resultado es que
sobre un mismo pedazo de tierra a veces hay hasta tres o cuatro personas que
tienen derechos: unos, explotación maderera; otros, minería; otros,
agricultura… Incluso se llegó a admitir peticiones de explotación sobre lugares
que están considerados reservas. Todo ello fruto del desconocimiento y de unas
políticas salidas de Lima que poco tenían que ver con la realidad del mundo
amazónico. La desidia histórica del Estado hacia Madre de Dios ha sido tal que
hasta hace poco no había ni medios en el hospital para diagnosticar ni tratar
la contaminación con mercurio, que, según el propio Gobierno, es el principal
riesgo para la minería. Por eso nadie sabe a ciencia cierta cuánta gente se ha
envenenado ni el efecto real del mercurio de la minería.
La cercanía del
19 de abril ha puesto a la minería de Madre de Dios en pie de guerra. Ha
retomado las huelgas que en el pasado, allá por el año 2011, se cobraron tres
vidas y derivaron en la práctica paralización de la provincia. Al fin y al
cabo, la minería supone, según datos de Fedemin, el 58% del PIB de Madre de
Dios.
En Huaipetue,
otro de los centros mineros, los ánimos están preparados para todo. El pueblo,
que tiene 5.000 habitantes y alrededor de una decena de estaciones de servicio que
alimentan la maquinaria pesada con la que se trabaja el oro en esta zona, vive
una auténtica cuenta atrás. Hasta el maestro de la escuela viajó a Lima para
tratar de contarles a los políticos que sus alumnos tenían pesadillas por las
noches con gente que venía a dinamitar las excavadoras de sus padres. “Aquí la
gente ya no tiene nada que perder. Todos viven de la minería. Si les quitan sus
explotaciones, si les quitan algo por lo que llevan toda la vida trabajando y
luchando, ¿qué crees que van a hacer? Los van a tener que sacar muertos”, dice
Tomás Díaz, vicepresidente de Fedemin y propietario de una explotación en
Huaipetue.
El conflicto está
servido en Madre de Dios, una tierra totalmente olvidada hasta hace bien poco,
que solo la codicia por sus recursos ha devuelto a las noticias. Una tierra que
guarda un tesoro en sus entrañas que bien podría acabar con ella".