Nada
ha cambiado a dos semanas de vencerse los 60 días de suspensión de operaciones
del proyecto minero Tía María, en Arequipa. Mientras Southern Perú ha puesto en
marcha una campaña nacional de comunicación sobre su futura intervención, en la
zona un amplio sector de la población se mantiene alerta para retomar la
protesta en cualquier momento. La resistencia local a la multimillonaria
operación de extracción y exportación de cobre, y la serie de hechos que le han
sucedido, han traído de vuelta desde el pasado reciente una discusión que, por
poco frecuente, parece haber quedado congelada en el tiempo.
¿Pueden
la minería y la agricultura, con operaciones en un mismo espacio geográfico,
llegar a ser buenos vecinos? ¿O es el impacto de la minería sobre zonas agrícolas
irremediablemente nocivo? El Perú se ha negado ya la posibilidad de responderse
esas preguntas. Y no ahora, sino hace un tiempo. Lo hizo específicamente hace
13 años, cuando la protesta social en el departamento de Piura consiguió la
cancelación de Tambogrande, el frustrado proyecto aurífero de la minera
Manhattan, que reposaba sobre buena parte de un valle de producción agrícola.
Lejos de desaparecer, sin embargo, el dilema regresa con renovada vigencia.
No
es cosa menor que en el Perú no exista hasta hoy una experiencia positiva o
negativa de convivencia entre ambas industrias, que sirva como referente para
la toma decisiones sobre la viabilidad de un proyecto. Y no lo es no solo
porque la industria minera representa el principal ingreso de la economía
peruana, sino por el peso del Perú en el mercado mundial de minerales: si tal
modelo de armonía no existe aquí, probablemente tampoco exista en otras
latitudes.
Queda,
por tanto, abordar la interrogante desde la teoría sobre la que hoy reposan los
pros y los contras. PODER convocó a cinco expertos para intentar resolver el
misterio, y proyectar efectos y resultados. Mientras algunos consideran que tal
modelo de coexistencia es perfectamente posible gracias a la tecnología, otros
coinciden en que de no cumplirse una serie de condiciones mínimas –más allá de
las técnicas– se echaría por la borda cualquier intento de convivencia. En lo
que están de acuerdo todos es en esto: nada permanece igual para un ciudadano y
una comunidad, ni para su espacio físico, tras el arrollador arribo de una
empresa minera.
De Tambogrande a Valle de Tambo
Como
se ha dicho ya, lo que hizo polémico en su momento a Tambogrande, y hoy a Tía
María, es que sean casos de absoluta excepción a la regla en la historia de la
minería en el Perú. Desde los inicios de esta industria en nuestro país, esta
–a gran escala– se ha instalado predominantemente en dos tipos de ecosistemas:
la puna y la alta montaña. Se trata de espacios donde el dilema de la
coexistencia minería-agricultura prácticamente no existe, en la medida en que
la producción del campo no es parte fundamental de las actividades económicas
de la zona. No es el caso de Tambogrande ni el de Tía María, donde el tajo
minero se proyecta sobre valles agrícolas. Allí el dilema.
Manuel
Glave, investigador de Grade, explica que eso hace que las preocupaciones de la
población sean diferentes según la zona donde se ubica un proyecto minero. Así,
dice Glave, mientras en la puna peruana el dilema tiene que ver con los
derechos de comunidades pastoriles y la propiedad de la tierra, para casos como
el de Tía María la preocupación es no tener información confiable sobre cómo
afectará la llegada de esta industria a un espacio predominantemente agrícola,
productivo, que genera riqueza y empleo y tiene mediano éxito.
“Los
casos de Tambogrande y Tía María son diferentes dentro de la industria minera,
por el piso altitudinal donde se encuentran. No son Tintaya, Antamina,
Toromocho o Las Bambas (ubicados en zonas geográficas comúnmente mineras).
Entonces, el no tener experiencia previa que demuestre que minería y
agricultura pueden coexistir armoniosamente vuelve a estos proyectos polémicos
desde el inicio. Y no es casual que hayan encontrado el rechazo y la
preocupación de los agricultores. No conozco otros casos tan crudos, en el
sentido de un proyecto de mediana escala intentando instalarse en medio de un
valle agrícola extenso”, dice Glave.
Pero
así como las preocupaciones sobre la irrupción de un proyecto minero dependen
directamente del lugar geográfico donde se instale, la resistencia de la
población a una inversión de este tipo es inversamente proporcional al nivel de
desarrollo del que goza: una comunidad de mediano desarrollo, conectada al
mercado y con oportunidades económicas producto de su relación con el uso de la
tierra, será más reticente a la minería que una comunidad pobre, sin
oportunidades de desarrollo, que podría ver en ella cierta esperanza de
progreso. Carlos Monge, director para América Latina del Natural Resource
Governance Institute, desarrolla esta idea.
“En
casos de expansión de la actividad minera donde hay usos de la tierra, y donde
además esos usos son relativamente exitosos, tienes un potencial de conflicto
muy grande. Porque, ojo, Tía María no está proyectando llegar a una comunidad
campesina pobre, estamos hablando de zonas más modernas, más prósperas y
capitalistas, de pequeña y mediana producción agrícola. En contraste, cuando la
mina llega a zonas de pobreza extrema es posible que haya más aceptación,
porque allí pueden sentir que no tienen nada que perder, y que, por el
contrario, pueden sacar algún provecho”, afirma Monge.
Dado
que, debido a las legítimas preocupaciones de la población, no ha sido posible
hasta hoy concretar ningún proyecto minero en el Perú que comparta su espacio
con una agricultura intensiva, cabe hacerse una pregunta diferente: ¿qué
condiciones mínimas debería cumplir la minería para compartir armoniosamente el
espacio con actividades agrícolas, vencidas las resistencias sociales? La
primera de ellas es, sin duda, asegurar las condiciones del acceso de todos los
actores al agua.
Problema de fondo
La
mayoría de conflictos sociales por actividades extractivas en el Perú están
directamente relacionados con asuntos medioambientales. Y muchos de los casos
medioambientales están relacionados con el agua. En el 2010 la Red Muqui, un
conjunto de instituciones abocadas al desarrollo sostenible y a la defensa de
poblaciones en áreas de influencia minera, identificó a partir de información
de la Defensoría del Pueblo que, de los 246 conflictos sociales registrados en
el país, 117 eran socioambientales, y que 28 de ellos giraban en torno al agua
en zonas mineras.
Pese
a las múltiples alertas, el Estado no ha puesto mucha atención al problema del
agua. Y no solo a aquellos casos que registran contaminación directa de fuentes
del recurso hídrico, sino a la escasez y disputa de su administración en
diversos puntos del país. El año pasado, por ejemplo, una investigación
periodística de La República reveló que las autoridades peruanas no saben con
certeza el volumen de agua disponible en 119 de las 159 cuencas que proveen
este recurso a todo el país. La ausencia de información de este tipo es grave,
toda vez que evita proyectar un suministro a futuro y velar por una buena
distribución de los caudales a las industrias que más los necesitan:
agricultura, minería, electricidad y uso doméstico.
Sobre
este último punto, Manuel Glave, de Grade, llama la atención sobre la completa
ausencia de una política de planificación en el país respecto al uso y administración
del agua. Esta realidad agrava polémicas como la de agricultura versus minería,
al no existir institución estatal que pueda asegurar técnicamente –en este
caso, a los agricultores del Valle de Tambo- un suficiente suministro del
recurso hídrico en futuro.
“Es
cierto que una operación minera termina afectando el acceso al agua, pero para
eso la Autoridad Nacional del Agua (ANA) debería contar con una balance del
recurso hídrico y una proyección de su disponibilidad a 50 años. Y no estamos
hablando aquí solamente de un balance de uso agropecuario, sino de uno
estratégico para todos los usos, que permita comparar la oferta y la demanda.
La existencia de estudios de ese tipo permitiría tomar decisiones importantes,
porque podrías saber si favoreciendo una actividad económica vas a afectar a
otra. Que ese estudio no exista solo genera más incertidumbre”, dice Glave.
Pero
la carencia de información estratégica no es el único problema; también se
trata de la infraestructura. El conflicto por Tía María en el Valle de Tambo es
el ejemplo más reciente de cómo la mala planificación de proyectos de
irrigación por parte del Estado –se le prometió al valle cuatro represas en los
últimos 30 años, pero nunca llegaron–, aunada a la falta de credibilidad y eficiencia
en prácticas ambientales, como en el caso Southern Perú, pueden confluir en el
estallido de un conflicto que ya lleva cinco muertos y cientos de heridos.
Carlos
Monge, de Natural Resource Governance Institute, resalta la importancia del
agua para el desarrollo de proyectos mineros en convivencia con la agricultura.
“Una condición importante para que ambas actividades coexistan es que, primero,
haya abundancia de agua, además de la existencia de una estrategia productiva
tal que permita que la actividad minera no destruya, se apropie o contamine
fuentes de agua en perjuicio de los actores con los que comparte la zona, sino
que, por el contrario, incluso las mejore”, afirma.
Monge
considera que, en principio, ambas actividades sí podrían convivir, al menos
teóricamente. Pero además del agua, como ya se ha dicho, es sumamente
importante también la ubicación exacta del proyecto, la conformación del
mineral en el yacimiento, los niveles de toxicidad de los minerales que se
planea explotar y las relaciones con las comunidades. Hasta el momento, como
hemos comentado, no existe experiencia exitosa de convivencia entre minería y
agricultura, o no al menos en operaciones del tamaño de Tía María. Pero la
minería en el Perú sí ha tenido otros logros destacables, como el
reasentamiento poblacional en Morococha –de unas 10.000 personas–, o casos
notables de negociación como el de Quellaveco.
Servinacuy minero
En
medio de la tensión que a principios de la década pasada se vivió en Piura por
las protestas contra el proyecto aurífero que intentaba posarse sobre
Tambogrande, la minera junior canadiense Manhattan Minerals optó por revisar la
casuística internacional para diseñar un discurso que demostrara su viabilidad
en una zona fundamentalmente agrícola.
Paul
Sweeney, CEO de la compañía minera, afirmó por entonces que las relaciones con
las comunidades en Tambogrande eran buenas, aunque luego la experiencia
terminaría por desmentirlo. En la consulta popular que se llevó adelante en la
zona buscando aprobación social, el proyecto de Manhattan sufrió una derrota
aplastante. La negativa de la población se dio pese a que un grupo de
profesionales y dirigentes de Tambogrande –incluido el alcalde– fue invitado a
visitar y conocer la experiencia de la mina Candelaria, cerca de Copiapó
(Chile). El objetivo era, supuestamente, convencerlos de que una feliz
convivencia entre minería y agro sí era posible.
Pero
sobre este caso, citado internacionalmente como una supuesta experiencia
positiva agro-mina, existe un estudio elaborado por CooperAcción según el cual
no todo es como parece. El informe revela que Manhattan, en su objetivo de
convencer a los piuranos, omitió detalles importantes al tomar como ejemplo el
caso chileno. La mina, por ejemplo, tenía poco tiempo operando, lo que no
permitía observar las consecuencias a largo plazo de la convivencia entre ambas
actividades. El caso de Copiapó tampoco podía servir para hacer un paralelo con
el proyecto peruano, toda vez que la zona de Chile donde se instaló no está
sujeta a las complicaciones de suministro de agua que sí se dan en Tambogrande.
A
propósito de las consecuencias a largo plazo, un informe del 2009 elaborado por
el Centro de Investigación Periodística (Ciper) de Chile da cuenta de las
preocupaciones que experimentaban desde el gerente de las mineras hasta el más
pequeño de los agricultores: como consecuencia de ambas actividades y de los
mecanismos de venta de derechos de agua, se habían sobreexplotado las fuentes y
se había llegado a un estrés hídrico crónico. El informe también detalla los
conflictos que ocurrieron entre agricultores locales y la minera Candelaria por
el uso de pozos y aguas tratadas.
“He
tenido la oportunidad de visitar la zona [Copiapó] varios años después del
conflicto de Tambogrande, y no es un buen ejemplo”, afirma José de Echave,
director de CooperAcción. “Los agricultores tienen demandas judicializadas
contra la minería en esa zona”.
Otro
caso usado por Manhattan para promover su proyecto a partir de la comparación
fue el de Martha Mine, en Nueva Zelanda. Un documento elaborado por el geólogo
Robert Moran para Oxfam señaló que si bien se trataba de una mina de oro y
plata en una zona agrícola, la coexistencia de esta actividades –como en
Copiapó– era demasiado reciente como para sacar conclusiones, y, además, la
frecuencia y el nivel de lluvias la convertía en un caso poco preciso para
comparar con la realidad piurana.
Un
tercer caso citado como ejemplo fue el de la mina Stillwater, en Estados
Unidos. Pero aquí, en un informe del 2005, CooperAcción señaló también otras
omisiones: la composición química de los minerales explotados era distinta de
la de Tambogrande, que en el área circundante solo se cultivaban pastizales y
que la villa más cercana se localizaba a más de 50 kilómetros de distancia.
Puntos encontrados
Luego
de listar los casos precedentes, surge una nueva pregunta: ¿es entonces
imposible la convivencia entre agro y minería? “La respuesta se relativiza
dependiendo del tipo de agricultura del que estamos hablando, y del tipo de
minería también. No todos los yacimientos son iguales y no toda la agricultura
lo es. No es lo mismo una agricultura de pastizales que una frutícola”,
afirma José de Echave. E insiste que en
el Perú no se ha dado hasta el momento un caso de coexistencia entre minería y
agricultura intensiva o de mediana envergadura, como la que hay en el Valle de
Tambo.
Rómulo
Mucho, expresidente del Instituto de Ingenieros de Minas del Perú (IIMP),
discrepa. Mucho considera que este fenómeno sí ha ocurrido en nuestro país.
Pone el ejemplo de minera Cerro Verde, en Arequipa. “La presa de relaves está
cerca del valle de Uchumayo. No es un valle muy fructífero, porque es angosto,
pero en las tierras aledañas se producen cebollas”, asegura, aunque, como él
mismo declara, no se trata de una agricultura de escala similar a la del Valle
de Tambo.
Cerro
Verde no ha estado libre de conflictividad social. Hace poco, según reporta el
diario arequipeño El Búho, representantes de la Junta de Usuarios La Joya
Antigua criticaron que la Autoridad Nacional del Agua (ANA) haya autorizado la
reutilización de aguas residuales tratadas para uso minero, lo que afectaría el
suministro para el agro. Se trata definitivamente de un problema serio, aunque
no haya escalado en magnitud.
Pero
un caso que según Mucho se asemeja un poco más al del Valle de Tambo es el de
la minera Colquisiri, en Huaral. Se trata de una mina polimetálica asentada en
pleno valle, con extensos cultivos de naranjas a menos de un kilómetro de la
operación. En el 2011, según medios locales, hubo quejas por parte de
dirigentes de centros poblados de Jecúan, Cerro Cenizo y Tres Estrellas,
quienes acusaban a la minera de afectar la producción agrícola de la zona y
poner en riesgo la salud como consecuencia de un mal manejo de relaves.
“El
tema pasa por que la mina controle todas sus emisiones y use tecnología. Así es
totalmente viable. Esto sucede en Canadá, Estados Unidos, Australia, Chile”,
declara Mucho. “Yo creo que en el Perú es totalmente factible la coexistencia.
Y afirmo que Tía María no va a afectar el valle”.
Otro
componente importante para la paz y la buena vecindad es la participación de la
mina en la promoción del agro. Ricardo Labo, de Labo Mining Strategies, destaca
el caso de la mina Northparkes, en Australia. En el 2012, el diario The
Australian detalló el caso de la incursión de la mina en una de las zonas
agrícolas más ricas de Nueva Gales del Sur. Durante varios años hubo disputas
entre los campesinos y mineros por el uso que se les iba a dar a las tierras.
Hasta que en 1997 la empresa entró a invertir decididamente también en
agricultura. Así, Northparkes añadió a su estructura organizacional un negocio
agrícola que no es pequeño: según Mining Weekly, solo el 30% de las tierras de
la compañía son usadas para explotar oro y cobre; el resto está ocupado por
hectáreas donde se cultiva cebada, trigo y canola.
Como
señala The Australian en su artículo, si bien la agricultura no representa una
gran ganancia para Northparkes, las tierras han servido para probar nuevos
métodos de cultivo y hacer que las localidades circundantes se desarrollen.
Incluso hubo un año –el 2003– en que las pérdidas de la minera fueron de alguna
manera atajadas por las ganancias de la rama agrícola de su negocio. En este
caso específico, incluso los cultivos de la propia minera servían como zona de
amortiguación entre las operaciones propiamente mineras y las tierras agrícolas
privadas de sus vecinos. ¿Será posible hacer esto en el Perú? ¿Qué empresa
minera criolla podría tener esta visión?